La gran familia del oso ardoroso
‘Pyros’ ha salvado la población del Pirineo, pero ha creado un problema de consanguinidad
Es difícil no sentirse inseguro rastreando al famoso oso ardoroso del
 Pirineo. El animal, muy dominante, tiene una intensa vida sexual —cubre
 sin excepción a todas las hembras— y ha creado un problema inesperado, 
los riesgos de la consanguinidad, en el agitado proyecto de 
reintroducción del oso en la zona. El animal copula hasta con sus hijas y nietas. Y a pesar de que ya es viejo, no cesa.
El día es gris, con lluvia ocasional; el espeso bosque de abedul y 
pino negro por el que nos movemos está empapado, y parece que en 
cualquier momento el rijoso y enorme plantígrado de 250 kilos, Pyros
 —un verdadero obseso del sexo osuno—, va a irrumpir por detrás; más aún
 porque visitamos concienzudamente sus lugares habituales. Hemos hecho 
un largo y traqueteante recorrido en Land Rover y ahora caminamos por la
 espesa montaña en la que medra el urogallo, atentos a cualquier indicio
 y recordando el refrán “Espabila, Favila, que viene el oso” —que, por 
cierto, de nada sirvió al dicho rey godo.
Los biólogos esperaban que se perdiera la capacidad reproductora con los años pero sigue activo pese a su edad
Los dos técnicos del Proyecto Oso, Toni Batet y Xavi Garreta, 
realizan su trabajo habitual de recogida de muestras y de visionado de 
las imágenes de las cámaras automáticas —que se activan al detectar 
movimiento— instaladas en los árboles. La naturaleza parece expectante. 
Un pico picapinos tamborilea a lo lejos; un arrendajo asustado suelta un
 chillido estrepitoso. Descendemos arriesgadamente, resbalando, por un 
talud cerca de donde se precipita un torrente furioso. Xavi examina uno 
de los cebos, una carroña de corzo —los osos son muy carroñeros— 
colocada debajo de enormes piedras y de un tronco. No queda gran cosa. 
El investigador abre la caja de una cámara camuflada junto al cebo, 
extrae la tarjeta de memoria y la conecta a un visor portátil. Se 
suceden las fotos, diurnas y nocturnas. Aparece un zorro que da vueltas 
al cebo, frustrado. Luego un jabalí. Y al fin una gran masa oscura 
atraviesa la pantalla. ¡Es el oso! Solo él es capaz de apartar las 
piedras y el tronco. Luego mira a la cámara con expresión de malas 
pulgas. “Pyros”, establece Toni. Desde luego no es Yogui.
 ¡Mi madre, qué grande! Observarlo aquí, en el corazón de su reino, en 
el mismo sitio en que está acreditada su presencia y su pitanza (y sus 
osunas coyundas), obliga a tragar saliva y mirar nerviosamente por 
encima del hombro. Que no se piense que hemos venido a quitarle la 
comida o a traérsela. ¿Es peligroso? “Es un carnívoro grande, dos metros
 de pie, te puede matar solo con las garras, pero los osos no suelen 
atacar a no ser que se sientan amenazados ellos o sus crías, y cuando 
atacan, generalmente hacen primero un amago”. Es un consuelo saber que 
son cortos de vista.
Pyros (de la palabra griega para fuego, precisamente) es un 
oso pardo esloveno capturado y soltado en el Pirineo en 1997. Desde 
entonces, ha campado a sus anchas mostrando una notable tendencia a 
monopolizar a sus congéneres femeninos. Los biólogos esperaban que los 
ardores y la capacidad se le pasaran, pero, aunque ha llegado a la 
provecta —para un oso— edad de 27 años (29 es lo máximo registrado), Pyros
 sigue en la brecha. “Pensábamos que se desinflaría, pero no”, apunta 
con un deje de admiración Toni, ¿Libidinoso? “Es un hecho que es un gran
 copulador”, parece suspirar Toni. “Un poco viciosillo sí es”, acota 
Xavi. La discusión continúa mientras buscamos excrementos. Los de oso 
son muy variados, según la alimentación, y apenas huelen a no ser que 
haya comido carne. “A ver, tampoco es que folle tanto, lo hace con mucha
 intensidad, pero son solo dos meses al año”. Nos miramos unos a otros 
en silencio.
Los planes para conjurar la amenaza a la biodiversidad osuna que supone Pyros
 pasan por introducir otro oso “lo más grande posible”. Esterilizarlo 
está fuera de toda cuestión, pues “le quedan cuatro días, es difícil y 
peligroso capturarlo” —sobre todo, piensa uno, si el oso sabe para qué— 
“y resulta muy caro, unos 12.000 euros”. Anoto mentalmente que hoy he 
aprendido cuánto cuesta capar a un oso.
Curiosamente, la alarmante sexualidad de Pyros entronca con 
el viejo mito del oso concupiscente, una constante en el imaginario 
colectivo. El prestigioso medievalista y especialista es historia 
simbólica de las sociedades europeas Michel Pastoreau, autor de El oso, historia de un rey destronado
 (Paidós, 2008), explica cómo la presión de la Iglesia por acabar con el
 paganismo arrinconó y vilipendió al oso —animal venerado en muchos 
lugares del continente— cargándolo de significados negativos, vicios 
como la pereza, la gula, la ira o la lujuria (ursus est diabolus).
Los planes para conjurar la amenaza a la biodiversidad osuna que supone Pyros pasan por introducir otro oso “lo más grande posible”   
En realidad, la idea de que el oso es un animal de fuerte sexualidad 
viene de antiguo y puede atribuirse a la semejanza entre el plantígrado 
capaz de erguirse y el hombre. La zoología moderna tardó en desmentir 
que los osos copularan more hominum, cara a cara, y dedicaran a
 ello más tiempo que cualquier otra especie —en realidad lo hacen como 
los demás cuadrúpedos—, algo que ya mencionaba Plinio. En el siglo III, 
Opiano, en su tratado de caza dedicado al emperador Caracalla, escribía:
 “Los osos están obsesionados por la pasión amorosa y se entregan a ella
 sin moderación”. Y en un bestiario medieval se sostenía: “Los osos son 
de complexión caliente”.
De esa fama procede la creencia, que ha llegado hasta época moderna, 
de que el oso macho es un gran aficionado a las mujeres jóvenes, capaz 
de raptarlas, llevarlas a su cueva y mantener repetidas veces con ellas 
comercio carnal del que a veces nacerían criaturas mixtas (se conocen 
testimonios de mujeres que decían haber sido forzadas por un oso). Según
 ciertas fuentes, les volvería locos a los osos el odor di femina.
 Significativamente, en el siglo XIII, Guillermo de Auvergne, obispo de 
París, sostuvo —con sorprendente seriedad— que en el caso de una mujer 
violada por un oso no podía hablarse de acto contra natura, ya 
que, argumentaba, el oso es sexualmente parecido al hombre, mientras que
 si es un hombre el que copula con una osa se trata de un claro acto de 
bestialismo.
“Los osos no tienen un comportamiento sexual vistoso, ni cópulas 
largas, ni violentas y ruidosas como los felinos”, explica Toni. Los 
técnicos no observan que la actividad de Pyros, que le está granjeando fama creciente, haya resucitado en la zona viejas creencias sobre los apetitos del oso.
Al final de la jornada no habremos visto al oso —ni a ninguno de sus 
congéneres—, pero no será por no haberlo intentado. Hemos pateado media 
montaña y ¡hasta hemos encontrado pelos suyos! Los ha dejado en 
rascaderos dispuestos al efecto, árboles en los que se ha clavado 
alambre y han sido rociados de esencia de abedul y de trementina que 
encanta a los osos. El bicho abraza el tronco —se puede ver la huella de
 sus uñas— y se frota la cabeza o se gira y se rasca la espalda. Evito 
mancharme de las sustancias que renueva Xavi con un viejo pote de 
mayonesa, imaginando con horror a Pyros tratando de rascarse conmigo.
Los pelos, muy suaves, los recoge Xavi en unos plásticos; su análisis
 ofrecerá, además de la identidad del animal, datos sobre su estado. En 
una de las cámaras aparece algo que hace dar saltos de entusiasmo a los 
dos técnicos: las imágenes de una osa con dos cachorros, los primeros de
 la temporada. Y seguramente de Pyros. 
