Los transgénicos arraigan
Europa bloquea los cultivos modificados, pero estos se expanden en el resto del mundo,Miguel Ángel García Vega Madrid
Las
palabras nunca son inocentes. Terminator. Que una semilla modificada
genéticamente sea conocida en el mercado con este apodo es hacer oposiciones a
su rechazo. Más todavía cuando descubrimos que su gran cualidad es producir una
segunda generación de semillas estériles. Esta tecnología nunca ha llegado al
mercado, a pesar de existir desde la década de los noventa. Pero revela que
cuando hablamos de cultivos genéticamente modificados, el debate lleva a una
trascendencia impensable en otra industria. “¿Hablamos de agricultura o de
religión?”, se cuestiona un experto. Hablamos de un sector que, pese a la
aversión de muchos —gran parte de la Unión Europea—, se extiende por el mundo
como la onda que una piedra deja en un estanque.
En
el planeta ya hay 170,3 millones de hectáreas con cultivos modificados
genéticamente, un 6% más que durante 2011. De hecho, Estados Unidos (69,5
millones de hectáreas), Brasil (36,6), Argentina (23,9) y Canadá (11,6) copan
la superficie plantada. Pero, por vez primera, las naciones en vías de
desarrollo cultivan una superficie mayor (52%) que las desarrolladas (48%).
Este
cambio en el mapamundi agrícola alarma a muchos, alegra a unos cuantos e
inquieta a casi todos. En primer lugar, a la todopoderosa industria alimentaria
estadounidense, que soporta cada vez más presión para que informe en las
etiquetas de sus productos de los contenidos transgénicos. La cadena de
supermercados Whole Foods Market acaba de anunciar que lo hará; eso sí, en
2018. Sin embargo, la idea podría extenderse a todo el sector. Y esto ha
desatado los nervios.
“La
industria hizo todo lo que pudo para evitar el etiquetado, y ahora está
sintiendo las consecuencias: una profunda desconfianza hacia ella y sus
productos. ¿Qué están intentando esconder?”, se pregunta Marion Nestlé,
profesora de Nutrición y Salud Pública de la Universidad de Nueva York. Esta
desconfianza viaja sobre todo a las grandes empresas de cultivos transgénicos:
Monsanto —con fama de defender con fiereza sus patentes frente a los
agricultores—, Dupont, Bayer, Syngenta, Basf y DowAgro Sciences. Entre las seis
controlan la gran mayoría de las patentes e investigaciones genéticas. El
resultado, según la ONG Grain, es dominar el 60% del mercado mundial de las
semillas y el 76% del de agroquímicos.
Esta
concentración genera problemas. “Compañías como Monsanto usan su monopolio
virtual en las semillas para subir los precios de las variedades genéticamente
modificadas y sacar del mercado a muchas —o a todas— de las opciones que no son
transgénicas”, denuncia Jeffrey M. Smith, director del Institute for
Responsible Technology. Es más, añade: “Cuando científicos independientes
encuentran efectos adversos son atacados inmediatamente por los intereses de
las biotecnológicas. Sus datos incriminatorios son distorsionados y
desmentidos, y a menudo tienen que enfrentar despidos o la pérdida de dinero
para sus investigaciones”. Las biotecnológicas niegan este proceder.
Ahora
bien, para comprender de dónde proviene esta desconfianza hay que saber que se
comercializan dos tratamientos genéticos en la agricultura modificada. Uno
aporta resistencia frente a los herbicidas (HT, por sus siglas en inglés) y el
otro protege de los insectos (Bt). Con esta alteración, muchos cultivos pueden
resistir altas dosis de herbicidas, permitiendo al agricultor usar cantidades
elevadas sin matar la cosecha. Lo cual tiene su paradoja. “Después de casi 20
años de investigaciones y miles de millones de euros invertidos, solo han
logrado dos aplicaciones. Desde luego, no parece una gran revolución
biotecnológica”, ironiza Gustavo Duch, coordinador de la publicación Soberanía
alimentaria.
Dentro
de esa esperada revolución, los transgénicos estaban llamados a ser una
herramienta para erradicar el hambre. Sin embargo, las dudas se acumulan. “El
90% de los cultivos transgénicos mundiales se dedica a la colza, el maíz, la
soja y el algodón. Y su destino es el textil industrial y alimentar al ganado.
Pero no llega a las personas”, relata Henk Hobbelink, responsable de Grain.
Tampoco
causa gran tranquilidad saber que algunas de las compañías que fabrican los
herbicidas son las mismas que diseñan las semillas que lo soportan. Monsanto
produce Roundup —un potente herbicida—, a la vez que vende su línea de semillas
Round Ready (soja, algodón, colza, azúcar, alfalfa y maíz), que toleran ese
compuesto químico. “Es como comprar un coche que necesita un mantenimiento
especial y el único taller que lo ofrece es propiedad de la compañía que
fabrica el automóvil. Te dará el servicio, pero generalmente con un recargo”,
explica Andreas Boecker, profesor asociado de Alimentación, Agricultura y
Recursos Económicos de la Universidad de Guelph (Canadá).
En
este momento entra en juego la variable precio. Las semillas modificadas son
más caras que las naturales. Entre un 20% y un 40%, acorde con algunas
estimaciones. Y los ahorros para el agricultor proceden del menor gasto en
pesticidas, maquinaria y mano de obra. “Mi impresión, desde Canadá”, apunta
Andreas Boecker, “es que muchos agricultores ven las empresas biotecnológicas
como socios que les ayudan a mejorar los resultados de la explotación”.
No
todo el campo lo entiende igual. Cuando los agricultores compran algunas de
estas semillas, relatan en la industria, firman un acuerdo que establece que no
pueden guardar simientes para resembrar. Así, deben comprar semillas nuevas
cada año.
En
esta situación, el agricultor, más pronto que tarde, se enfrenta al dilema de
hacerse transgénico o no. Con lo que esto representa. “Nuestros agricultores
son hombres de negocios independientes que tomarán sus decisiones en función de
lo que es mejor para sus mercados e ingresos”, reflexiona Scott Yates, miembro
de Washington Grain Commission, peso pesado en los cereales estadounidenses que
respalda los cultivos modificados.
En
el otro lado del mundo, la Unión Europea representa un papel, al menos,
desconcertante. Solo permite dos cultivos. Un tipo de pata (Amflora, creada por
Basf) y una clase de maíz (Mon 810, diseñado por Monsanto), que es resistente a
la plaga del taladro. Pero da el plácet a la importación de 45 productos. Así
que nos manejamos en la paradoja de que los agricultores españoles tienen que
competir contra esa puerta abierta a las importaciones. Y esto lo sufren, por
ejemplo, en los algodonales andaluces y en los maizales castellanos, donde para
algunos sí encajan estos cultivos. “En España, la superficie aumenta, y eso que
solo nos dejan cultivar maíz. Si no fuera así, también tendríamos algodón, que
soporta altas plagas y donde hay que actuar con fitosanitarios”, apunta José
Ramón Díaz, técnico de la Asociación Agraria de Jóvenes Agricultores (Asaja).
Aunque
quizá tampoco hay tanto motivo para la queja. “España es el décimo país del
mundo que más superficie (116.307 hectáreas) dedica a maíz transgénico
(Bt), lo que supone el 90% de los cultivos en Europa de este tipo”, observa
Soledad de Juan Arenchederra, directora de la Fundación Antama. Y eso que vamos
en dirección contraria. Pues Francia, Alemania, Hungría, Austria, Grecia,
Bulgaria y Luxemburgo prohíben nuestro maíz.
Frente
a los obstáculos, las grandes biotecnológicas se están yendo a Latinoamérica en
busca de negocio. “Europa va a perder una ventaja competitiva brutal en
comparación con otras áreas del planeta”, argumenta Isabel García, secretaria
general de la patronal biotecnológica Asebio.
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