domingo, 30 de marzo de 2014
La vida artificial ya está aquí
El ensamblaje del ADN permite fabricar una levadura con una parte de su genoma sintética
El avance permitirá conseguir mejores antibióticos o biocombustibles
Científicos
de varias universidades norteamericanas y europeas han logrado “el monte
Everest de la biología sintética”, como dicen los editores de Science: el primer
cromosoma eucariótico fabricado en el laboratorio. Se trata de un cromosoma de
levadura, el hongo que se usa para hacer cerveza, pan, biocombustible y la
mitad de la investigación sobre los organismos eucariotas, como nosotros. La
capacidad de introducirle un cromosoma sintético a ese organismo permitirá
mejorar todo lo anterior, como hacer biocombustibles más sostenibles para el
entorno o diseñar nuevos antibióticos, además de un nuevo continente de
investigación sobre la pregunta del millón: cómo construir el genoma entero de
un organismo superior. La reconstrucción de un neandertal, por ejemplo, sería
imposible sin este paso esencial.
La
biología sintética es una disciplina emergente que trata no ya de modificar
organismos, sino de diseñarlos a partir de principios básicos. En los últimos
cinco años ha logrado avances espectaculares, como la síntesis artificial del
genoma completo de una bacteria y varios virus. Pero esta es la primera vez que
consigue fabricar un cromosoma completo y funcional de un organismo superior, o
eucariota (una célula buena, en griego, la que forma los humanos). El consorcio
liderado por Jef Boeke, director del Instituto de Genética de Sistemas de la
Universidad de Nueva York, presenta su rompedor resultado en la revista Science.
“Nuestra
investigación mueve la aguja de la biología sintética desde la teoría hasta la
realidad”, dice Boeke, uno de los pioneros de este campo. “Este trabajo
representa el mayor paso que se ha dado hasta la fecha en el esfuerzo
internacional para construir el genoma completo de una levadura sintética”.
Boeke
empezó este proyecto hace siete años en otra universidad, la Johns Hopkins de
Baltimore, enrolando a 60 estudiantes universitarios en un proyecto llamado
Build a genome (construye un genoma). Las técnicas para sintetizar ADN han
mejorado mucho en la última década, pero suelen producir tramos bastante cortos
de secuencia, no mucho más allá de 100 o 200 letras
(tgaagcct…). Los estudiantes se ocuparon de ir pegando esas secuencias
sintéticas en tramos cada vez mayores. El cromosoma final mide cerca de 300.000
letras.
más información
- A un paso de la vida artificial
- Científicos en EE UU anuncian la creación de la primera vida artificial
- La manipulación del código genético de una bacteria produce proteínas artificiales
- Científicos españoles consiguen hacer un virus artificial buscado desde hace 20 años
Que
un hito científico se refiera a la levadura (Saccharomyces
cerevisiae), un hongo unicelular que ya utilizaban los antiguos
egipcios para hacer la cerveza, parece una buena paradoja o un mal chiste, pero
no es así. La división fundamental entre todos los seres vivos de la Tierra no
es la que existe entre plantas y animales, ni entre microorganismos y especies
grandes o macroscópicas: es entre procariotas (bacterias y arqueas) y
eucariotas (todos los demás, incluidos nosotros).
Y
lo importante de la levadura es que, por mucho que sea un organismo unicelular,
cae en nuestro lado de la barrera. No es exagerado decir que la mayor parte de
lo que sabemos sobre la biología humana se debe a la investigación de este
familiar hongo de apariencia modesta. La levadura tiene unos 6.000 genes, y
comparte un tercio de ellos con el ser humano, pese a los 1.000 millones de
años de evolución que nos separan.
Los
cromosomas son los paquetes en que se reparte el genoma de los organismos
superiores, o eucariotas. Son mucho más que un trozo de ADN: están empaquetados
en complejas arquitecturas formadas por centenares de proteínas que interactúan
con el material genético, como las histonas. Están dotados de un centrómero, la
maquinaria especializada en distribuir una copia del genoma a cada célula hija
en cada ciclo de división celular; y sus extremos están protegidos por unos
sistemas singulares, los telómeros, que garantizan la integridad de la
información genética en cada ciclo de replicación. De ahí que el logro actual
vaya mucho más allá que la síntesis del genoma de una bacteria que se había logrado
hasta ahora.
Los
humanos tenemos el genoma dividido en 23 cromosomas (o pares de cromosomas); la
levadura lo tiene distribuido en 16, y los científicos se han centrado en el
más pequeño de ellos, el número 3. Han extraído al hongo su cromosoma 3 natural
y lo han sustituido por su versión sintética, llamada synIII, que cubre las
funciones de su colega natural pese a estar extensivamente alterado con toda
clase de elementos artificiales diseñados para facilitar su manipulación en el
futuro inmediato.
Que
el cromosoma sintético funcione en su entorno natural, una célula viva de
levadura, es el verdadero hito del trabajo, según los investigadores. “Hemos
mostrado”, dice Boeke, “que las células de levadura que llevan el cromosoma
sintético son notablemente normales; se comportan de forma casi idéntica a las
levaduras naturales, salvo por que ahora poseen nuevas capacidades y pueden
hacer cosas que sus versiones silvestres no pueden hacer”.
La
versión natural del cromosoma 3 de Saccharomyces
cerevisiae tiene 316.667 bases (las letras del ADN a, g, t, c). La versión
sintética es un poco más corta, con 273.871 bases, como consecuencia de las más
de 500 alteraciones que los científicos han introducido en él. Entre estas
modificaciones se encuentra la eliminación de muchos tramos de ADN repetitivo
que no tienen función alguna, ya estén situados entre un gen y otro (secuencias
intergénicas) o dentro mismo de los genes (intrones).
También
han eliminado los transposones, o genes que saltan de una posición a otra en el
genoma de todos los organismos eucariotas. El cromosoma artificial synIII
también lleva muchos tramos de ADN añadidos por los investigadores. El número
total de cambios de un tipo u otro se acerca a los 50.000, pese a lo cual el
cromosoma sintético sigue siendo funcional.
Pese
a sus evidentes implicaciones para la biología fundamental –¿puede construirse
el genoma de un organismo superior, incluido el ser humano, a partir de
compuestos químicos sacados de un bote de la estantería?—, el proyecto tiene
sobre todo objetivos aplicados. Y no solo en las áreas industriales, como la
fabricación de pan y bebidas, en las que este organismo se ha utilizado
siempre.
Una
de las aplicaciones que resaltan los autores es la mejora en la manufactura de
medicinas como la artemisina para la malaria o la vacuna para la hepatitis B.
Como la mayoría de los antibióticos provienen de hongos, y la levadura es uno
de ellos, también cabe predecir avances en el diseño y producción de estos
medicamentos.
Más
a largo plazo, las levaduras sintéticas pueden facilitar la síntesis de
medicamentos anticancerosos como el Taxol, cuya vía de síntesis es tan
complicada e implica a tantos genes que supone un formidable escollo para las
tecnologías convencionales. En un área industrial muy distinta, esta
tecnología, según esperan sus autores, servirá para desarrollar biocombustibles
más eficaces que los actuales, entre ellos alcoholes como el butanol, y también
diésel de origen biológico.
Y,
por supuesto, synIII es solo el primero de los 16 cromosomas de la levadura que
los investigadores logran sintetizar. Los intentos de repetir la hazaña con los
otros 15 cromosomas ya están en proyecto, y forman parte de un programa
internacional llamado Sc 2.0 que implica a científicos de Estados Unidos,
China, Australia, Singapur y el Reino Unido. En el nombre del proyecto, Sc es
por Saccharomyces cerevisiae,
el nombre científico de la levadura de la cerveza, y el 2.0 quiere enfatizar lo
mucho que los seres vivos están a punto de parecerse a cualquier otro
desarrollo tecnológico. El objetivo es construir un genoma completo de
levadura, o el primer organismo complejo sintetizado en el tubo de ensayo.
Echando
la vista más hacia el futuro, cabe especular sobre la resurrección de especies
extintas como el mamut o el neandertal, cuyos genomas ya han sido secuenciados
a partir de sus restos fósiles. Si estos proyectos llegan a abordarse alguna
vez, tendrán que basarse en una técnica similar a la que Boeke y sus colegas
acaban de poner a punto para este engañosamente simple hongo que tan servicial
ha resultado a la especie humana desde los albores del neolítico.
jueves, 20 de marzo de 2014
martes, 18 de marzo de 2014
viernes, 14 de marzo de 2014
Sí, el gen
de la gordura existe
Científicos de Chicago y Sevilla
resuelven el enigma hereditario de la obesidad
Todo el mundo sabe que el truco para mantenerse
delgado es comer poco, pero pocos conocen que esa es solo la mitad de la
historia. La otra mitad nos viene puesta de nacimiento: son los factores
genéticos de la gordura, que permiten a los privilegiados comer como ceporros
sin engordar y condenan al resto a elegir entre el hambre y el sobrepeso. En un
brillante trabajo detectivesco, científicos de Chicago y Sevilla han
identificado ahora al principal gen del engorde humano. Se llama iroquois,
y se conoce desde hace décadas, pero nadie había imaginado que se dedicara a
hacer manteca y contribuyera a la epidemia mundial de obesidad y diabetes.
¿Será esta por fin la verdadera píldora antigrasa?
"Faltan dos cosas", responde el líder del equipo sevillano, José Luis
Gómez Skarmeta. "Primero tenemos que diseccionar el elemento de ADN regulador
que hemos identificado; y después ver cuál es la red de genes regulados por él,
porque entre ellos estarán las dianas interesantes para probar baterías de
nuevos fármacos". La colaboración entre el grupo de Skarmeta, del Centro
Andaluz de Biología del Desarrollo en Sevilla, y el de Marcelo
Nóbrega, del departamento de genética humana de la Universidad de Chicago, se
presenta este jueves en la revista Nature.
En los últimos 10 años se han hecho decenas de los
llamados estudios de asociación de amplitud genómica (GWAS por genome-wide
association studies) para conocer las componentes genéticas de la obesidad,
o de la propensión a adquirirla. Se toman grandes muestras de una población
humana u otra, se secuencia su genoma (actcgtcga… y así hasta 3.000 millones de
letras) y se buscan correlaciones entre la obesidad y las variantes en el texto
genético.
Estos estudios han identificado 75 posiciones en el
genoma humano cuyas variaciones tienden a ocurrir en las personas gordas. En
casi todos los trabajos la asociación más fuerte aparecía insistentemente
dentro de un gen llamado FTO (fat mass and obesity associated, gen
asociado a la masa de grasa y la obesidad), cuyo nombre deja poco margen de
duda sobre su implicación. Las bases de datos de la literatura científica
recogen más de 2.000 artículos sobre este gen publicados en los últimos años.
Pero la pista, sabemos ahora, era no solo engañosa,
sino sofisticadamente engañosa. Es cierto que el gen FTO está implicado en el
metabolismo de la grasa, como se ha comprobado en modelos animales y
experimentos bioquímicos; y es cierto también que sus variaciones son el
principal factor de predisposición hereditaria a la obesidad, la diabetes de
tipo 2 (la asociada al sobrepeso) y todas sus secuelas cardiovasculares,
neurodegenerativas y cancerosas.
Pero el gen FTO es inocente: el culpable es otro gen
llamado iroquois 3, o IRX3, situado muy lejos, a medio millón de
'letras' (o bases, las unidades del ADN) de distancia. El gen FTO no interviene
como tal: se limita a aportar un elemento regulador (segmento de ADN que regula
a otros genes) que actúa a grandes distancias sobre el otro gen, iroquois 3.
Esta es la contribución esencial de Nóbrega, Skarmeta y sus colegas de Chicago
y Sevilla.
El resultado no solo afecta al campo de la obesidad y
la diabetes, sino a la mayoría de los estudios de propensión genética a
cualquier enfermedad que se han hecho en los últimos 10 años, los mencionados
GWAS, o estudios de asociación de amplitud genómica entre las variantes del ADN
y las enfermedades humanas.
La mayoría de estas variantes (o mutaciones) no dan de
lleno a ningún gen, sino que aparecen salpicadas por los vastos desiertos de
ADN, la materia oscura que ocupa la mayoría del genoma pero no contiene
ningún gen. El nuevo estudio revela que esas mutaciones pueden estar regulando
la actividad en genes muy lejanos, y ofrece la estrategia bioquímica para
encontrar cuáles son. "De forma generalizada, se están mirando los genes
erróneos", dice Skarmeta.
El gen iroquois 3, o IRX3, no es una buena
diana farmacológica, porque interviene en muchos procesos esenciales del
desarrollo, y desactivarlo con fármacos no parece una buena idea. Los
investigadores tienen evidencias de que su función esencial en la obesidad
tiene lugar en el hipotálamo, el órgano que conecta el cerebro con los sistemas
de regulación hormonal que armonizan el funcionamiento del resto del cuerpo. Y
esperan que las redes genéticas que interactúan con IRX3 podrán conducirles
hacia las dianas farmacológicas realmente útiles.
¿Por qué estudiar la genética de la obesidad? ¿No
tenemos ya claro que todo se basa en un balance de la energía ingerida y
gastada? "Entre el 35% y el 40% de la obesidad es genética", dice
Albert Lacube, jefe del servicio de Endocrinología del Hospital
Universitario Arnau de Vilanova, en Lleida. "Por supuesto, es
una enfermedad multigénica, debida a pequeñas contribuciones de muchos genes, y
esto ha limitado hasta ahora su utilidad en la práctica clínica".
Los avances que espera este experto en el futuro
inmediato se refieren a la creciente personalización de las estrategias
terapéuticas o preventivas. "El genoma dará mucha información útil sobre
la mejor intervención para cada paciente; ya ahora hay marcadores genéticos que
predicen la probabilidad de que un niño desarrolle obesidad, o diabetes de tipo
2".
Más a medio plazo, la obesidad, la enfermedad
metabólica y la diabetes conforman uno de los objetivos prioritarios de la Big
Pharma, la gran industria farmacéutica. Los cerebros de este sector han
apostado en firme por las píldoras anti-grasa, y no solo porque esperan
venderlas como churros a los particulares, sino también, o sobre todo, porque
predicen que los Gobiernos encontrarán rentable financiárselas a sus
ciudadanos. Una píldora que reduzca la obesidad o sus fatales consecuencias
siempre será más barata que tratar un infarto o extirpar un tumor.
No va a resultar fácil. El caso del gen iroquois 3,
o IRX3, revela lo intrincada y sutil que puede llegar a ser la vía genética
hacia un fármaco. Los investigadores ya creían contar con una diana sólida, el
gen FTO, que fabrica (codifica, o significa) una enzima importante para el
metabolismo de la grasa, y que está activo en los adipocitos, las células que
constituyen nuestro tejido graso.
Pero hacia donde apuntaban realmente esas evidencias
era a otro gen lejano, IRX3, que cumple funciones esenciales en virtualmente
cualquier víscera del cuerpo. Y es su acción en el hipotálamo cerebral lo que
resulta relevante para la acumulación de la grasa humana.
En este sentido, la gordura está en el cerebro.
En este sentido, la gordura está en el cerebro.
Los genes iroquois (iroqueses) son viejos
conocidos de los genetistas y los biólogos del desarrollo. Son miembros de una
aristocracia del ADN, los genes selectores, que fueron descubiertos en la mosca
favorita de los genetistas, Drosophila melanogaster. Son genes que
definen sectores geométricos del cuerpo, tanto en la mosca como en cualquier
otro animal, incluido el ser humano. Un ejemplo son los genes Hox, que aparecen
en fila en el cromosoma y controlan, en ese mismo orden, la colocación de las
diferentes partes del cuerpo en su secuencia correcta: primero los segmentos de
la cabeza, luego los cervicales, dorsales, lumbares y demás.
Los iroquois forman parte de un sistema de
subdivisión perpendicular al eje de los Hox: el que divide el cuerpo en bandas
longitudinales dorsales, laterales y ventrales. Las primeras mutaciones
descubiertas ahí dejaban calva a la mosca salvo por una banda de pelos dorsal
en cabeza y tórax, como el peinado característico de los indios iroqueses (iroquois
en francés), pobladores del sur de Canadá y el norte de Estados Unidos.
La Big Pharma ha apostado fuerte por las píldoras antigrasa. Curiosamente, los genes iroquois, los genes Hox
y otros genes selectores tienen un origen común. Los científicos lo saben
porque todos ellos comparten una secuencia de ADN muy característica, llamada
homeobox. Los genes significan proteínas, y la homeobox significa un segmento
de proteína que se une con avidez a otros genes, activándolos o silenciándolos.
De ahí que los científicos crean que IRX3, el tercer iroqués, ejerza su
influencia sobre la obesidad mediante la regulación de cientos de otros genes.
Y ya están a su captura.
En busca del
‘gen de la obesidad’
Científicos españoles estudian si el
sobrepeso y el cáncer tienen origen común
Mónica
G. Salomone Madrid
Los investigadores Rubén Nogueiras (izquierda) y
Miguel López. / ANXO IGLESIAS
En los países desarrollados cada vez hay más obesidad.
La obesidad es uno de los principales factores de riesgo para desarrollar
cáncer. Estos hechos, combinados, están haciendo que no engordar empiece a ser
considerado tan importante para prevenir el cáncer como no fumar, y también han
convertido en un reto acuciante el esclarecer la relación entre obesidad y
cáncer. En este contexto emerge una idea revolucionaria, a medida que los
investigadores profundizan en las causas de ambas enfermedades: ¿Y si la
obesidad y el cáncer tuvieran un origen común?
Se engorda en el cerebro. Y en concreto en el
hipotálamo, la región cerebral donde se regulan las ganas de comer —vía las
sensaciones de saciedad y hambre—, y el gasto metabólico. Son las entradas y
salidas de energía en el organismo: la obesidad llega cuando sistemáticamente
las calorías que entran con la ingesta superan a las que quema el metabolismo.
El proceso está finísimamente regulado sobre todo por ciertas poblaciones de
neuronas en el hipotálamo, que integran la información enviada en forma de
hormonas por órganos periféricos como el intestino, el páncreas y la propia
grasa corporal.
El estudio de todas estas señales químicas es un área
en auge que en los últimos 15 años no ha dejado de producir novedades. Una de
ellas es precisamente el hallazgo de que la capa de grasa corporal, el tejido
adiposo, hace mucho más que simplemente añadir volumen o, como mucho, aislar:
ahora se sabe que los michelines son un importante emisor de señales químicas
al resto del organismo.
Pero por ahora ninguno de los avances logrados ha dado
con una cura de la obesidad, un tratamiento farmacológico que regule la ingesta
y el gasto calórico de forma que el organismo no engorde.
En última instancia ese es el objetivo último de los
grupos de Rubén Nogueiras y Miguel López, en la Universidad de Santiago de
Compostela. Ambos son Cajales —con un contrato que no garantiza permanencia—,
ambos se doctoraron en Santiago bajo la dirección de Carlos Diéguez y ambos han
obtenido este año sendas ayudas del Consejo Europeo de Investigación (ERC, en
sus siglas en inglés), las prestigiosas y competitivas Starting Grant para
llevar adelante sus proyectos durante cinco años —más tiempo incluso que lo que
duran sus contratos—.
El proyecto de Nogueiras se titula “P53 como nuevo
mediador del balance energético en el cerebro”. Y lo primero que llama la
atención es que P53 es un gen que lleva décadas copando titulares por su papel
crucial en el cáncer, en concreto como protector ante su desarrollo. Pero en
los últimos años se ha descubierto que P53 interviene, además, en el
envejecimiento, en diabetes, en enfermedades neurodegenerativas y en otros
muchos procesos, entre ellos el metabolismo. Lo que conduce a la obesidad.
“Está claro que hay una relación entre el cáncer y la
obesidad”, explica Nogueiras. “Las personas obesas tienen bastante más
probabilidad de tener cáncer, y se sabe muy poco sobre por qué ocurre esto.
Creemos que P53 puede ayudar a entenderlo”.
Lo innovador de su proyecto es que trata de averiguar
el papel de P53 en el centro de control de la obesidad en el hipotálamo. No es
un tiro a ciegas. Hace unos años se descubrió que en las células del tejido
adiposo de los ratones obesos, en concreto en la llamada grasa blanca, P53 no
se expresa de forma normal. “Además", explica Nogueiras, “cuando se
elimina P53 solo de las células de grasa blanca la sensibilidad a la insulina cambia”.
La insulina es una de las hormonas mensajeras que los órganos periféricos —en
este caso el páncreas— envía al cerebro para regular la ingesta; una respuesta
anómala de las células a la insulina se relaciona con diabetes y obesidad.
La pregunta ahora es qué pasa con P53 en las
poblaciones de neuronas que regulan la ingesta y el gasto metabólico. Es un
terreno que nadie ha explorado aún, de ahí la importancia que ha concedido el
ERC al trabajo de Nogueiras. El grupo de este investigador necesitará al menos un
año para crear ratones que no expresen P53 justo en determinadas poblaciones de
neuronas, y otro tanto o más para ver y analizar qué pasa y obtener los
primeros resultados.
Cuando Miguel López, de 38 años, estudió biología
molecular las neuronas solo comían glucosa. O al menos eso se decía en los
libros de texto. Uno de los hallazgos importantes de los últimos tiempos es que
las neuronas también necesitan grasa —en el término técnico, lípidos—. Las
neuronas usan los lípidos para fabricar moléculas con que se comunican entre
sí.
El proyecto de López financiado por el Consejo Europeo
de Investigación (ERC) investiga una idea atrevida: la posibilidad de que la
obesidad tenga que ver con que las neuronas del centro de control de la obesidad
en el cerebro se hayan envenenado con lípidos tóxicos.
Como los demás hallazgos recientes en este terreno,
esta hipótesis elimina el sentimiento de culpa que a menudo ataca a los obesos,
acusados socialmente de no saber contenerse.
La obesidad no es resultado del pecado de la gula,
sino “una enfermedad compleja producto de la interacción entre genes y
ambiente”, explica López. Si se confirmara la teoría de la toxicidad de los
lípidos, la obesidad —o al menos alguna de sus formas— aparecería en personas
que producen en exceso estas grasas, para ellos venenosas. Se sabe hace tiempo
que determinados lípidos, cuando se metabolizan, generan moléculas tóxicas en
distintos órganos del cuerpo. Pero la idea nunca se ha estudiado en el cerebro.
López actuará sobre distintos grupos de neuronas en el
hipotálamo —son poblaciones de apenas unos cientos de neuronas, una prueba de
que la regulación de lo que come y gasta el organismo es un proceso realmente
fino—. En última instancia, esperan obtener datos para desarrollar en el futuro
fármacos contra la obesidad.
Para entonces ya tendrá los suyos Manuel Serrano, del
Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), que también obtuvo en
2009 una ayuda del ERC —en su caso para investigadores senior— para estudiar la
relación entre el cáncer y el envejecimiento. Junto con María Blasco, también
en el CNIO, Serrano ha demostrado en ratones que el vínculo entre ambos
procesos no es inverso: alterando determinados genes, entre ellos P53, los
animales pueden vivir mucho más tiempo y además sin cáncer.
Es un cambio de paradigma, porque hasta hace poco se
asumía que la aparición de tumores era un impuesto obligado si el organismo
vive más tiempo. Ahora la interpretación es otra: “Creemos que lo que hacen
genes protectores, como P53, es evitar no solo el cáncer, sino el daño celular
en su conjunto [alteraciones normales en el funcionamiento de la célula que
aparecen y se van acumulando a lo largo de su vida]”, explica Serrano. “Y al
hacerlo protegen al organismo del envejecimiento, del cáncer, de la resistencia
a la insulina, la diabetes, la obesidad, las enfermedades cardiovasculares...”.
Si esa visión se confirma la obesidad y el cáncer
podrían ser tratados como facetas distintas de un mismo síndrome en el que
también cabría —quizás lo englobaría todo— el envejecimiento. Y puede que en un
futuro baste con tocar unos pocos genes clave para curar ese síndrome y lograr
así una vejez más tardía y más sana.
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