La otra evolución de las especies
No todo es lucha y egoísmo en la biología: las novedades también surgen por la cooperación
Debemos a Darwin la noción de una evolución basada en la lucha y el egoísmo, en la “naturaleza roja en diente y garra” que cristalizó en el perdurable verso de Tennyson; y desde los diabéticos de la isla de Nauru en la Polinesia hasta los gorilas montañosos del oriente africano confirman cada día ese mecanismo evolutivo ciego y cruel como un algoritmo psicópata. Pero hoy sabemos que hay otros caminos basados menos en la competición que en la colaboración, menos en la muerte que en la innovación. Estas estrategias no ganan al peso, pero han protagonizado algunas de las invenciones más raudas y brillantes de la historia de la vida.
Toby Kiers, de la Universidad de Vrije en Holanda, y Stuart West, de la de Oxford en Reino Unido, revisan ahora en Science las evidencias sobre nuevas especies generadas por simbiosis, o a partir de la asociación oportunista de dos especies preexistentes, cada una aportando a la sociedad unos talentos muy convenientes para la coyuntura que les toque en ese momento. La biología ha identificado casos de todo el proceso que lleva a dos especies separadas por miles de millones de años de evolución a formar una especie única con lo mejor de dos mundos.
Hoy sabemos que la evolución usa otros caminos basados menos en la competición y más en la colaboración
“Las asociaciones simbióticas son una importante fuente de innovación evolutiva”, explican los científicos. “Han dirigido diversificaciones rápidas de los organismos, han permitido a los huéspedes emplear nuevas formas de energía, y han modificado radicalmente los ciclos de nutrientes de la Tierra”. La evolución de nuevas especies por simbiosis es un fenómeno relativamente infrecuente, pero tiende a producir invenciones brillantes y veloces, al menos según las parsimoniosas escalas de los geólogos y paleontólogos.
Tomemos al platelminto Paracatenula, un gusano plano de un milímetro que campa por los sedimentos arenosos de los océanos tropicales y templados, y que ha dejado atónitos a los zoólogos de medio mundo por haber perdido la boca y el tubo digestivo. Ya no le hacen falta, porque han incorporado una bacteria (Riegeria galateiae) que obtiene su energía por métodos químicos: oxidando el sulfuro del medio a sulfato. La bacteria coloniza todo el cuerpo del gusano y se transmite de padres a hijos como cualquier otro grupo de genes. Paracatenula se considera por tanto una especie radicalmente nueva: un gusano sin boca capaz de alimentarse sin comer oxidando sulfuro.
Otro ejemplo son las cigarras, o chicharras, que han incorporado en sus células no ya una, sino dos bacterias simbióticas: Hodgkinia y Sulcia. Estos endosimbiontes (simbiontes que viven dentro de las células del huésped) ayudan a la cigarra a sacar provecho de su magra dieta de vegetales, y a subsistir durante los largos periodos (hasta 17 años) que estos insectos pueden permanecer latentes en su estado de ninfas, o cícadas. Como en el caso del gusano Paracatenula, tanto el huésped como las bacterias simbióticas han experimentado modificaciones genómicas complementarias que convierten su unión en indisoluble. También son, por tanto, nuevas especies originadas por simbiosis.
Las asociaciones simbióticas son una importante fuente de innovación evolutiva”, explican los científicos
Para entender el proceso, quizá los casos más ilustrativos son aquellos en que la transición hacia una nueva especie no se ha completado: he aquí la evolución capturada con las manos en la masa. El gusano marino gigante Riftia, por ejemplo, carece de sistema digestivo y depende para alimentarse de una bacteria simbiótica (en la foto). Pero la bacteria no se transmite de padres a hijos: tiene una vida libre independiente y el gusano la engulle durante su fase larvaria. La integración de las dos especies no es completa y puede que esté en una situación de transición.
Un caso de transición más célebre es el de las legumbres, las únicas plantas de cultivo que no necesitan nitratos: pueden obtenerlos directamente del nitrógeno atmosférico gracias a la bacteria rhizobium que se aloja en unos nódulos especiales de sus raíces. Este es el principio que subyace a la práctica tradicional de alternar los cultivos de cereales y de legumbres: los primeros emplean los nitratos que las segundas han depositado (fijado, en la jerga) en el suelo durante la temporada anterior. Un método de abonado verdaderamente sostenible.
Y no olvidemos al calamar bioluminescente. Estos calamares obtienen los asombrosos diseños de luz y color que utilizan para camuflarse de unas bacterias luminescentes simbióticas. Pero, tanto en este caso como en el de las legumbres, las bacterias simbióticas tienen también una vida libre independiente, y son adquiridas por los huéspedes a lo largo de su vida, y no transmitidas de padres a hijos. No se pueden considerar nuevas especies, sino candidatos en transición.
“La interacción entre la teoría evolutiva y la investigación genómica nos permitirá entender la evolución de la complejidad organísmica en un solo marco unificado”, concluyen Kiers y West. La simbiosis es un mecanismo de generación de nuevas especies rápido, pero solo en las escalas de los geólogos. Sus engranajes internos están repletos de finos ajustes que siguen necesitando de la selección natural darwiniana. No hay conflicto en el evolucionismo.
La simbiosis fundamental
J. S.
Los casos de calamares bioluminescentes y gusanos marinos gigantes pueden parecer meras curiosidades de la biología, la ciencia de la exuberancia y la profusión donde cualquier cosa que pueda ocurrir acaba ocurriendo en alguna parte. Pero hay un suceso que ha resultado tan central en la historia de la vida en la Tierra que obliga, por sí mismo, a considerar la simbiosis como un mecanismo evolutivo esencial: el origen de la célula eucariota, el tipo de célula del que estamos hechos todos los animales, las plantas y los hongos de este planeta, además de microorganismos unicelulares como las amebas y los paramecios. Sin la simbiosis que originó la célula eucariota no existiríamos.
Las mitocondrias se han hecho bastante populares en los últimos tiempos. Se han usado para identificar a Colón, para resolver toda clase de crímenes y para determinar los parentescos del hombre de Atapuerca; además transmiten enfermedades hereditarias por vía materna y son objeto de intensa investigación para intentar corregirlas. Cada una de nuestras células contiene entre 100 y 100.000 mitocondrias, que son las responsables de producir la energía para los procesos vitales.
Gracias sobre todo a la gran bióloga Lynn Margulis (1938-2011), aunque con notables precursores que se remontan a tiempos de Darwin, sabemos hoy que las mitocondrias provienen de antiguas bacteria de vida libre, y que su asociación con otras bacterias y arqueas (similares a las bacterias) generó la célula eucariota hace unos 2.000 millones de años. Como en los demás casos de simbiosis, la selección natural darwiniana tuvo un montón de trabajo que hacer después, pero el mecanismo disparador fue la simbiosis.
Las células de las plantas y las algas tienen un segundo orgánulo (pequeño órgano intracelular) de origen bacteriano: los cloroplastos que les permiten obtener energía de la luz solar.
Si esto son curiosidades, nosotros también lo somos.
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